Hacía frío y empezaba a llover. Él llevaba ya cerca de dos largas horas en la puta esquina; clavado en el mismo punto de la acera, bien protegido de los ojos ajenos (no invitados a meterse en los asuntos que no les conciernen) por la sombra del edificio que se ensanchaba frente a él y también por ese estúpido sombrero negro de lana que hacía sudar sus sienes. Pero el maldito accesorio que resguardaba su cabeza no protegía sus pies cansados casi helados y, en ese momento, también medio mojados por el agua que se filtraba a través de los agujeros de las viejas botas que llevaba. Miraba fijamente, sin expresión alguna en su cara, lo que paradójicamente en realidad sí se convertía en una expresión: la expresión de alguien que quiere llevar una máscara, indiferente y fría, que quizás asusta pero que, sin embargo, da a entender que solo es una máscara y que ha sido puesta ahí explícitamente para proteger algo, algo que esta escondido detrás y que no vemos precisamente porque la máscara lo esconde. Así era como miraba hacia una ventana cerrada con persianas, una ventana de un edificio de enfrente, de arquitectura de los viejos tiempos, de aquellos edificios que albergan pisos amplios y con techos altos. De vez en cuando cambiaba la dirección de la mirada hacia su reloj, acercando su muñeca casi hasta los ojos, como si tuviera miopía; lo hacía con gestos bruscos, que revelaban impaciencia porque algo o alguien que debería haber llegado hace tiempo no llegaba.
En un momento dado la ventana, bajo la vigilancia del peso de su mirada, se abrió por fin. Detrás apareció una mujer: rubia, de unos treinta años, podría considerarse hermosa por algunos. La mujer aparentemente acababa de llegar, aún llevaba puesto el abrigo, un abrigo de aspecto caro, clásico, de cachemir y color beis. La mujer escaneó con su mirada la calle, y la detuvo en la esquina de enfrente: en la figura inmóvil que no la perdía de vista, esperando. Ella asintió con la cabeza, y el hombre abandonó el puesto de guardia, se dirigió en dirección al portal. Nada en su cara expresó el alivio que debía sentir al llegar el momento que durante horas había estado aguardando.
La mujer abrió la puerta, se diría que llevaba la misma máscara que el hombre. “He visto abajo un perro que habló conmigo”, dijo él. “Si el perro habla es porque quiere”, contestó ella; y dio un paso atrás con un movimiento elegante y contenido, manteniendo la gracia de las líneas de su cuerpo, prolongado por los finos tacones. El hombre entró, se quitó el sombrero y lo dejó en una mesa redonda situada en el centro del amplio salón, que de no tener todas las ventanas cerradas (muchas, por cierto) podría haber estado muy bien iluminado. Sacó del bolsillo un pañuelo y se secó el sudor. Miró con gesto interrogante a la mujer que le recibía.
–Tiene que llegar en cualquier momento –contestó ella.
Al instante oyeron como alguien llamó a la puerta. La mujer volvió hacia el recibidor para abrir otra vez; el hombre se quedó donde estaba, solo giró la cabeza. Ahora sí podían verse las marcas de la larga espera en su rostro. Una curiosidad en los ojos, algo se abría paso a través de la máscara, algo que decía que lo que confiaba que vería aparecer detrás de la puerta le importaba en cierta manera.
En la entrada esperaba un personaje peculiar. Era joven, de algo más de veinte años; vestía tejanos estrechos, oscuros, a la moda; la cabeza rapada, tenía toda la pinta de ser gay, tatuajes en los brazos y un aire de poder alrededor. Entró en el piso lentamente, su cuerpo fluía, como si se moviera en terrenos muy familiares; conocía el espacio. La mujer y el hombre del sombrero le miraban sin decir nada, la pregunta sin embargo se veía en sus ojos.
–¿Y? –por fin rompió el silencio ella.
El rapado se sentó, casi se medio tumbó; se hundió dentro de un sillón muy profundo, de piel de color morado; sacó un paquete de cigarrillos, encendió uno y echó el humo hacia el techo.
–En la sala estábamos los tres enanos, el flaco de las gafas oscuras y yo –empezó a hablar, pero fue interrumpido.
–Mira, Diablo, o como sea que te llames… –el hombre del sombrero tenía una voz aguda, casi femenina, podría ser la de una mujer gorda, la de una virgen vieja.
–Me gusta cuando me llaman Diablo, significa que la gente admite mi poder –el rapado mantenía su postura relajada, continuaba sacando anillos lentos de humo. Luego, viendo como se tensaban las caras de sus oponentes, sonrió con triunfo.
–Cuando yo digo que puedo encontrar cualquier cosa, es que puedo encontrar cualquier cosa. Y ni siquiera este idiota de las gafas es capaz de adelantarme.
Se levantó y sacó del bolsillo trasero de los tejanos una cajita, que Dios sabe cómo podía haber mantenido su forma habiendo estado en una situación tan apretada. Los otros dos se le acercaron y se inclinaron ante la mano del presumido y arrogante joven. En el interior de la cajita había una cucaracha: grande, oscura, con un brillo casi pulido y que meneaba sus antenas.
La mujer alzó la vista hacia el rapado. Una especie de éxtasis atravesaba ahora su máscara, antes irrompible prácticamente.
–¿Es de verdad? –le preguntó ella.
–La última en todo el mundo, el único ejemplar que existe.
La cara del rapado reflejaba la gran satisfacción que sentía de sí mismo, mientras echaba una mirada alrededor del piso.
–Bonito hogar, ¿eh?
Ella se irguió orgullosa.
–El trato es el trato.
Una sonrisa maliciosa en la cara del rapado fue su respuesta.
La mujer dirigió entonces la mirada al hombre del sombrero, aquel se puso nervioso, hizo una reverencia al joven que sostenía la caja con la cucaracha y salió del piso con pasos pequeños y arrítmicos. El sombrero se quedó en la mesa. La mujer también le siguió, manteniendo sus movimientos contenidos y elegantes, sin mirar atrás cerró la puerta tras de sí. El rapado se quedó dentro.
Ambos bajaron las escaleras oscuras sin encender las luces. En la calle, el hombre repitió su reverencia y desapareció en la noche. Ella se quedó en la esquina (donde antes su ex socio había estado vigilando su llegada), mirando como se apagaban las luces dentro del piso.
Año2009